jueves, 24 de agosto de 2017

La alquimia. Los orígenes de la Gran Obra

La alquimia, arte sagrado, es ante todo una búsqueda espiritual, cuyo objetivo reside en encontrar la piedra filosofal.


El nacimiento y los orígenes de la alquimia estuvieron rodeados durante mucho tiempo de grandes misterios. De esta ciencia perfecta del pasado se suponía que iniciaba a sus seguidores en el poder de transformar el plomo en oro. Por eso, no se le podía enseñar a cualquiera. Para poder acceder a ella, había que ser elegido; puesto que aquél que consiguiera efectivamente convertir el plomo en oro sería el hombre más rico del mundo y también el más poderoso. Sin embargo, según las doctrinas alquímicas, este poder que ofrecían las riquezas temporales del mundo -obtenido gracias al poder ejercido sobre la materia, para transformarla a voluntad- sólo era un pretexto, un objetivo exterior, una especie de reto, como suele decirse hoy día, ya que el concepto de alquimia y la regla de oro de los alquimistas se basan en un principio común y esencial: que el espíritu pueda actuar sobre la materia, que ambos se penetren entre sí y, como consecuencia, efectúen una mutua transformación. Por consiguiente, para el alquimista, el hecho de actuar sobre la materia, y combinar sus elementos, ejercía una influencia sobre el estado de su espíritu, su mentalidad, sus pensamientos y su comportamiento. Asimismo, los cambios que se efectuaban en él podían ejercer una influencia sobre la materia, sobre el mundo físico, sobre la realidad tangible, incluso podían modificar el curso de su existencia.

LOS ORÍGENES SAGRADOS DE LA CIENCIA

Actualmente, concedemos ante todo un carácter utilitario a la ciencia. Nuestra sed de comprender y conocer los grandes principios y elementos de la vida y de la naturaleza carece del ingrediente de la admiración. Esta última ha sido sustituida por una voluntad de dominarlos y explotarlos, tanto para mejorar nuestra esperanza de supervivencia como para incrementar nuestro confort y, en adelante, para fines mercantiles.

Sin embargo, la alquimia, cuyos orígenes se remontan a la Antigüedad, y tal vez aún van más allá en el tiempo y en la historia de la humanidad, fue sin duda el primer análisis científico del estudio y de la aprehensión del mundo físico y material, en el sentido en que lo entendemos en la actualidad. A partir del siglo XIII de nuestra era la alquimia tuvo una mayor preeminencia, la cual duró hasta principios del siglo XX. Así, la historia de la ciencia y la de la alquimia se mezclan y se confunden, y la ciencia moderna no sería lo que es si los alquimistas no hubieran emprendido y llevado a cabo sus trabajos. Pero los alquimistas se iniciaban unos a otros en un arte sutil, que implicaba un sentido profundo y religioso de lo sagrado. En otros términos, al igual que los chamanes, sabían que ampliando los límites de una aprehensión espontánea y empírica del mundo, manipulaban formas, fuerzas y energías, que casi siempre concebían como espíritus-formas o espíritus-grupos, de los cuales sólo podían controlar las reacciones tomando infinitas precauciones y respetando escrupulosamente algunas reglas. Estas reglas se basaban en la creencia en un gran principio divino que, según ellos, había presidido la creación del mundo y, por consiguiente, se hallaba en la unidad primera y última de este mundo.



EL SEGUIDOR DE LA GRAN OBRA

El alquimista fue, pues, el primer aprendiz de hechicero, tal como se los representa hoy en día, capaz de reproducir en su laboratorio lo que la naturaleza y la vida crean de forma espontánea ante nuestros ojos, pero también capaz de intervenir e interferir en los grandes principios naturales y transformar la materia y transmutar los metales.

El seguidor de la ciencia de la alquimia aspiraba a cumplir la Gran Obra realizando las operaciones que podían tener un carácter mágico, pero que ya recurrían a la química, la física, las matemáticas, la astronomía y otras ciencias modernas, que se han convertido en patrimonio de especialistas y estaban bajo secreto. Esta Gran Obra consistía en descubrir o crear una obra fabulosa, sobrenatural y divina: la Piedra filosofal o Piedra de los Sabios o Sabiduría, buscada desde la más alta Antigüedad, objetivo último del Arte sagrado. Esta Piedra es la clave de toda vida y del conocimiento absoluto, de la medicina universal, del elixir de la eterna juventud, de la fuente de la Luz divina, de la perfección de la verdadera sabiduría. Pero lo que cuesta comprender actualmente es que esta búsqueda fuese más espiritual que temporal, y que el adepto no obtuviese ni alcanzase ningún resultado (etimológicamente, adeptus significa "el que ha alcanzado") en su laboratorio, sin que éste tuviera una repercusión inmediata, simultánea y profunda en sí mismo; puesto que, para el seguidor, la finalidad de la Gran Obra era, al mismo tiempo, la metamorfosis del alma, la elevación hasta el espíritu divino, la iluminación, en vez del poder ejercido sobre la materia. Al reproducir en su laboratorio la Obra de Dios, el alquimista se eleva hacia Él. Un texto extraído de un largo tratado de alquimia, cuyo origen, seguramente muy lejano, es oscuro, enumera una larga serie de manipulaciones que el adepto debe realizar para reproducir en un laboratorio la creación del mundo, tal como se nos describe en el Génesis. Pero antes de terminar, el autor realiza las precisiones siguientes, sin las cuales la operación no puede cumplirse: "Arrodíllate antes de emprender esta operación. Deja que tus ojos sean los jueces; puesto que así es como se creó el mundo". Luego, concluye con los términos siguientes: "Así verás claramente los secretos de Dios que, hasta ahora, te han sido ocultados como a un niño. Comprenderás lo que Moisés escribió sobre la creación; verás qué cuerpos tuvieron Adán y Eva antes de la Caída, lo que fueron la serpiente, el árbol y qué especie de fruta comieron; qué es el Paraíso y dónde se halla, y en qué cuerpos los Justos resucitarán, no en el que hemos obtenido mediante el Santo Espíritu, es decir, en un cuerpo parecido al que nuestro salvador trajo del cielo". (Este texto es de la obra de Abtala Jurain, Hyle und Coahyl, traducida del etíope al latín, y luego del latín al alemán por Johannes Elis Müller, Hamburgo, 1732; aparece citado por Carl Gustav Jung en Psicología y alquimia.)



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