Cuando hablamos de alquimia, inmediatamente nos viene a la mente aquel personaje sabio, inquietante, un tanto loco o iluminado, que trabaja en su laboratorio, llevando a cabo labores misteriosas, principalmente en una época medieval.
El alquimista es Fausto o Zenón, un ser maldito o marginal que ejerce un poder casi divino sobre la materia y que, por esta misma razón, comete una grave transgresión. ¿No es esta misma transgresión de carácter sagrado que se concede a la vida la que nos inquieta o nos subleva actualmente cuando observamos los trabajos o manipulaciones genéticas a las que se dedican algunos científicos y la que nos hace plantearnos si, al jugar con el elemento de la vida, no se está engendrando un proceso irreversible de consecuencias imprevisibles y desastrosas para la humanidad?
Ya subrayamos el vínculo histórico que existe entre el alquimista y la ciencia moderna, los trabajos de laboratorio del iniciado y los del investigador. Pero también debemos situar de nuevo la alquimia, cuya doctrina, reglas y leyes fueron enunciadas e instituidas sobre todo en la Edad Media, en su contexto histórico universal. Puesto que, una vez más, se trata de una ciencia del pasado, que nuestros antepasados ejercieron en todos los rincones del mundo. Se ejercía la alquimia, especialmente en Oriente Próximo, en Egipto y en la Grecia antigua, pero también en China.
LA ALQUIMIA EN LA ANTIGUEDAD
Para el hombre de la Antigüedad, la vida y todos los elementos de la naturaleza que la componen tienen un carácter sagrado innegable. Sin embargo, al catalogarlos, lo que parece que hicieron los sabios mesopotámicos por primera vez en la historia de la humanidad -al menos a juzgar por los descubrimientos arqueológicos de los siglos XIX y XX, aunque nada nos impide pensar que hubo un precedente, puesto que, después de todo, si nos referimos al mito de Oannes y los "brillantes apkallu", descubriremos que los sumerios, este pueblo misterioso salido del mar, cuyo origen se desconoce, ya disponían de cierto saber, que transmitieron a los hombres-, decíamos, pues, que los hombres de la Antigüedad adoptaron ya una actitud científica.
Los artesanos, los herreros, los médicos, incluso los cocineros, por ejemplo, al desarrollar las técnicas modernas, anticipadamente hacían las veces de alquimistas. En efecto, casi siempre, al combinar algunos elementos y materiales, creaban o producían nuevos productos y transformaban la naturaleza. Entonces, podemos considerar que al establecer reglas y límites a sus búsquedas, trabajos y aplicaciones prácticas, nuestros antepasados ya se preocupaban por la ética. Según ellos, había algunas leyes que no se podían transgredir. Con este espíritu surgieron los grandes principios a partir de los cuales nació la alquimia.
¿Puede ser de mayor actualidad esta preocupación? ¿El progreso de la genética no nos está empujando a definir nuevas reglas? ¿No estamos a punto de crear una nueva ética sin la cual el hombre contemporáneo tendería a crear monstruos?
Ahora bien, a pesar de su sentido de lo sagrado, de su interpretación divina y mítica de la vida, ¿sus motivaciones no eran ya las de ejercer un poder sobre dichos elementos, elevarse a la altura de los dioses, que sin duda adoraban, veneraban y temían, pero que también deseaban imitar, ya que se trataba de sus "modelos"? Tal vez por eso, fue precisamente en Mesopotamia donde aparecieron los primeros alquimistas; aunque es en el antiguo Egipto donde encontraremos auténticos sistemas, doctrinas y técnicas muy elaboradas, que no dejan ninguna duda sobre la naturaleza de los trabajos a los que ya se dedicaban algunos sabios egipcios. Al mismo tiempo, según las leyendas que han llegado hasta nuestros días, en China la alquimia tuvo sus primeras prácticas, a mediados del III milenio antes de nuestra era. Sin embargo, en estas civilizaciones, todavía no se hablaba de alquimia tal como la entendemos hoy en día y tal como fue instituida sobre todo en la Edad Media. Por eso, se puede considerar que todas las técnicas establecidas y empleadas en la Antigüedad, en Oriente Próximo, en Egipto o en China, entre otros países, afectaban a todas las ciencias que más tarde se agruparán bajo el término genérico de "alquimia".
EL ALQUIMISTA Y EL MITO DE PROMETEO
Prometeo, primo de Zeus, que en la mitología griega en realidad parece un dios secundario, pensándolo bien, es una divinidad fundamental. Em efecto, al igual que Khnum, el dios carnero egipcio -en el que se inspiraron los griegos para crear su dios cuyo nombre significa "previsión"-, se suponía que había dado forma a los primeros hombres con arcilla en un torno de alfarero. Según la leyenda mítica relacionada con él, Prometeo traiciona a Zeus dos veces para favorecer a los hombres, que él mismo había creado. La primera vez, les enseña a tomar la mejor parte de las víctimas sacrificadas, permitiéndoles así aprovechar la carne de buey; la segunda vez, al robar las chispas de fuego de la rueda del sol que Zeus había sustraído a los hombres, para devolvérselas a éstos, escondiéndolas en un bastón hueco. De tal manera, Prometeo es el dios de lo crudo (la materia) y de lo cocido (el fuego), que son evidentemente dos principios alquímicos.
"El alquimista, al igual que el herrero, y antes el alfarero, , es el "señor del fuego". Mediante el fuego efectúa la transición de la materia de un estado a otro. El alfarero, que fue el primero en lograr endurecer de manera considerable las "formas" que había moldeado con arcilla, gracias a las brasas, debía sentir la embriaguez del demiurgo: acababa de descubrir un agente de transmutación" (Mircea Eliade, Herreros y alquimistas.)
El fuego representará un papel primordial y esencial en alquimia. Los alquimistas serán denominados los "señores del fuego".
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